La Disposición Adicional Cuarta del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, establece que los plazos de prescripción y caducidad de cualesquiera acciones y derechos quedarán suspendidos durante el plazo de vigencia del estado de alarma y, en su caso, de las prórrogas que se adoptaren.

Las disposiciones adicionales segunda y tercera, por su parte, establecen la suspensión de los plazos judiciales y administrativos, con escasas excepciones.

Esta suspensión es la lógica consecuencia de las restantes medidas adoptadas por dicho Decreto, especialmente las relativas a la limitación de la libertad de circulación de las personas. La parálisis de la sociedad y de los mercados causada por tan extraordinaria crisis sanitaria encuentra, así, su reflejo en los plazos legales.

Pero esta pandemia también va a generar numerosas disputas contractuales, pues habrá obligaciones que sean de difícil o imposible cumplimiento o ejecución. No es difícil prever que, cuando desaparezca el estado de alarma, habrá numerosas demandas judiciales pidiendo daños y perjuicios, la extinción de ciertos contratos o su modificación.

Dejando aparte la protección legal brindada a los colectivos especialmente vulnerables en determinados supuestos (usualmente en contratos de adhesión), así como las singularidades de los contratos laborales, pues ambas cuestiones merecen estudio aparte, nos centraremos ahora en las relaciones contractuales impregnadas del principio de libertad de pacto que prevé el artículo 1255 del Código Civil (CC), y la correlativa obligación de cumplir lo pactado del artículo 1.091 CC, conocida como  “pacta sunt servanda”.

De entre todas las preguntas que pueden surgir al respecto, sobresalen las siguientes:

1.- La suspensión prevista por la Disposición Adicional Cuarta del Real Decreto que declara el estado de alarma, ¿se extiende a los plazos previstos en los contratos para su cumplimiento y/o ejecución?

La respuesta debe ser, en nuestra opinión, negativa. Tanto la prescripción extintiva como la caducidad buscan, precisamente, dar fijeza a las relaciones jurídicas, impidiendo que los derechos se ejerciten transcurrido un dilatado lapso de tiempo. Son instituciones basadas en la seguridad jurídica que, precisamente por limitar derechos, deben aplicarse restrictivamente. Y en cuanto a la prescripción adquisitiva, está prevista para situaciones que nada tienen que ver, pues consiste en la adquisición de la propiedad u otro derecho real por la posesión.

Dicho de otra forma, tanto la prescripción extintiva como la caducidad permiten que no estemos eternamente sujetos a que nos presenten una reclamación, pero no se refieren a los plazos que tenemos para cumplir nuestras obligaciones contractuales, como serían el tiempo pactado para el abono de una renta, el suministro de un producto o la prestación de un servicio.

2.- ¿Podemos defender que la situación creada por el COVID-19 supone un caso de fuerza mayor que interfiera en el cumplimiento de las obligaciones?

Sí, aunque no en todos los casos ni con completos efectos liberatorios.

Un acontecimiento de la envergadura de esta crisis sanitaria, con restricción a la circulación de personas, cierre de establecimientos, etc., puede, desde luego, ser un evento constitutivo de fuerza mayor, recogido en el artículo 1.105 del Código Civil con la importante consecuencia de que, la parte que invoque esta circunstancia, no será responsable de los incumplimientos en que pueda incurrir mientras dure dicho evento.

Ahora bien, ante un previsible incumplimiento o retraso en el cumplimiento de las obligaciones asumidas en virtud de un contrato como consecuencia de la crisis del coronavirus, la parte que pretenda beneficiarse del instituto jurídico de la fuerza mayor deberá acreditar que tomó todas las medidas a su alcance para la prevención o la mitigación de los daños. Es decir que no basta con alegar el hecho notario de la pandemia, sino que debe probarse la afectación del fenómeno a la imposible prestación o cumplimiento de su obligación contractual.

La causa de fuerza mayor difícilmente supondrá la total exoneración del deudor del cumplimiento de su obligación, pero sí le liberará de la indemnización por daños y perjuicios al acreedor y, además, podrá producir una suspensión en la exigibilidad de la obligación, que no libera de un modo definitivo del cumplimento de la misma una vez hayan desaparecido las circunstancias que motivaron la fuerza mayor. Es decir, podrá justificar un retraso en el cumplimiento.

Así, quien se retrase en la entrega de bienes o prestación de servicios como consecuencia directa e inevitable de las medidas adoptadas por el Gobierno, habiendo hecho todo cuanto esté en su mano para impedirlo, podrá liberarse de la obligación de indemnizar a la otra parte y, en su caso, mantener la vigencia del contrato.

¿Y cuándo se trata de una deuda de dinero? ¿Puede estar justificado el impago? No del todo, o no exactamente. En cuanto al incumplimiento absoluto, la jurisprudencia es clara: la fuerza mayor no basta para eximir de una obligación dineraria. Lo que sí podría ampararse es el incumplimiento temporal o mero retraso. En tal sentido se pronuncia, por ejemplo, las sentencias del Tribunal Supremo de 19 de mayo de 2015 y 13 de julio de 2017.

Este puede ser el caso de aquellos locales de negocio que, por imperativo legal, van a estar cerrados durante todo el tiempo en que dure el estado de alarma: no es arriesgado aventurar que los jueces serán especialmente comprensivos y evitarán que se consideren extinguidos sus contratos por el retraso en el abono de la renta, si éste es moderado y el inquilino demuestra que ha hecho cuanto ha estado en su mano para cumplir.

3.- ¿Existe algún mecanismo legal para mitigar el desequilibrio que esta pandemia está provocando en algunas relaciones contractuales?

Sí: la conocida como cláusula “rebus sic stantibus”, que sirve, precisamente, para limitar el principio de “pacta sunt servanda” ante eventos imprevisibles que descompensan el contrato de manera exorbitante, y, que, si bien ha sido aplicada en contadísimas ocasiones por nuestros tribunales, podría cobrar en los próximos meses notable importancia.

En nuestro país la doctrina de la cláusula “rebus sic stantibus” fue acogida por el Tribunal Supremo después de la Guerra Civil para dar respuesta a situaciones en las que la contienda había hecho muy oneroso el cumplimiento del contrato para una de las partes. Este origen ha lastrado, hasta cierto punto, la evolución de la doctrina, al aplicarse tan solo cuando la circunstancia sobrevenida ha sido realmente extraordinaria, exorbitante, imponiendo unas condiciones draconianas para el cumplimiento de las obligaciones asumidas en contrato. Es, por tanto, una construcción jurisprudencial de aplicación muy restrictiva.

Porque, a diferencia de otros ordenamientos jurídicos que normativizan los efectos de la alteración de la base del negocio –“Geshfätsgrundlage”, del Código Civil alemán tras la reforma de 2002, “eccesiva onerosità sopravvenuta”, del Código civil italiano de 1942, o “frustration” o “hardship” del derecho anglosajón-, nuestro Código Civil no regula un mecanismo semejante que expresamente permita modificar el contenido de las obligaciones a la luz de cambios desmedidos que no fueron previstos en el contrato. Sí lo hacen los Principios de Derecho Europeo de los Contratos cuyo artículo 6:111, relativo al “Cambio de Circunstancias” señala: “(1) Las partes deben cumplir con sus obligaciones, aun cuando les resulten más onerosas como consecuencia de un aumento en los costes de la ejecución o por una disminución del valor de la contraprestación que se recibe. (2) Sin embargo, las partes tienen la obligación de negociar una adaptación de dicho contrato o de poner fin al mismo si el cumplimiento del contrato resulta excesivamente gravoso debido a un cambio de las circunstancias, siempre que: (a) Dicho cambio de circunstancias haya sobrevenido en un momento posterior a la conclusión del contrato. (b) En términos razonables, en el momento de la conclusión del contrato no hubiera podido preverse ni tenerse en consideración el cambio acaecido. (c) A la parte afectada, en virtud del contrato, no se le pueda exigir que cargue con el riesgo de un cambio tal de circunstancias.” En este sentido, la sentencia del Tribunal Supremo de 17 de diciembre de 2008 EDJ 2008/253387 señala que “el origen común de las reglas contenidas en el texto de los Principios de Derecho Europeo de los Contratos (PECL) permite utilizarlos como texto interpretativo de las normas vigentes en esta materia en nuestro Código civil “, y cita como sentencias en las que se ha hecho aplicación de estos principios las de 10 de octubre de 2005, 4 de abril de 2006, 20 de julio de 2006, 31 de octubre 2006, 22 de diciembre de 2006 y 20 de julio de 2007.

Es por tanto en el principio de la buena fe (artículos 7 y 1258 de nuestro Código Civil) en el que ha de fundamentarse la inclusión de una implícita cláusula rebus sic stantibus en el contrato.

La sentencia del Tribunal Supremo de 10 de febrero de 1997, entre otras, recoge los requisitos jurisprudenciales para la apreciación de esta cláusula: a) una alteración extraordinaria de las circunstancias en el momento de cumplir el contrato en relación con las concurrentes al tiempo de su celebración; b) una desproporción exorbitante, fuera de todo cálculo, entre las prestaciones de las partes contratantes que verdaderamente derrumben el contrato por aniquilación del equilibrio de las prestaciones, y c) que todo ello acontezca por haber sobrevenido circunstancias radicalmente imprevisibles.

Cumpliéndose tales requisitos podría conseguirse la extinción del contrato, pero, dado el principio de conservación de los contratos que rige en nuestro Derecho, será más factible obtener su mera modificación judicial. Modificación que estará limitada al período en el que se dan las circunstancias que llevan a la novación excepcional del contrato, como hizo el Tribunal Supremo el 15 de octubre de 2015 al modificar temporalmente la renta de un contrato de arrendamiento de un edificio hotelero por la crisis económica.

Se trata, en definitiva, de encontrar el difícil equilibrio entre la seguridad jurídica y la justicia material, algo a lo que, sin olvidar el drama humano que esta crisis sanitaria supone, debemos contribuir los operadores jurídicos, aportando a la sociedad, ahora más que nunca, nuestros conocimientos y nuestro esfuerzo.

En Madrid, a 23 de marzo de 2020.

Autor: Ignacio Bordoy Martín
Abogado

Socio de ECONOIURIS. Especializado en las áreas mercantil y penal-económica

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